Por qué los negros de EE UU no respiran

MUNDO

George Floyd se había contagiado de coronavirus, le habían despedido del trabajo como consecuencia de la pandemia y murió bajo la rodilla de un policía blanco. La historia de este hombre de 46 años cuyo nombre y agonía han dado la vuelta al mundo se pierde en la selva de estadísticas que cuentan lo que hoy significa ser negro en Estados Unidos. 

Medio siglo después del ocaso de las leyes de segregación, más de 150 años después de la abolición de la esclavitud, y logradas cotas tan simbólicas como la de un presidente afroamericano, blancos y negros no viven la misma vida y, en muchos casos, en sentido literal, no habitan el mismo trozo de tierra.

Los primeros siguen ganando más dinero que los segundos, gozan de mejor salud y tienen muchas menos probabilidades de acabar sus días en el suelo retenidos por cuatro agentes de policía, durante ocho minutos y 46 segundos mientras claman en público: “No puedo respirar”.

Ese fue el final de Floyd el pasado 25 de mayo en la ciudad de Minneapolis (en el Estado norteño de Minnesota), un caso de brutalidad policial que ha encendido la oleada de protestas contra el racismo más generalizada e intensa desde el asesinato de Martin Luther King, traspasando incluso fronteras. 

Su nombre es el último de una larga lista de muertes incomprensibles a manos de fuerzas de seguridad, la manifestación extrema de un sesgo racista que sobrevive en el consciente e inconsciente de este país, un tipo de segregación distinta de la legal, económica en buena medida, que se mantiene con el paso de las décadas.

El viernes pasado, las Bolsas celebraban un sorprendente buen dato de empleo en Estados Unidos: la tasa de paro había menguado en mayo del 14,7% al 13,3% gracias a los primeros compases de la reapertura del país. Para los negros, en cambio, era más alta y, además, seguía subiendo, del 16,7% al 16,8%.

“La reforma de derechos civiles hizo a los negros ciudadanos completos, eliminaron la segregación sobre la ley, pero no bastaban para combatir la injusticia social, que es la base de esta situación. 

Eso no es nuevo, ya Martin Luther King quiso cambiar la naturaleza de la lucha en esa dirección. La Ley de Derechos Civiles cambió muchas cosas, pero los problemas de discriminación racial y de injusticia económica han seguido ahí. 

Y las fuerzas de seguridad han servido de cobijo para los reductos del supremacismo blanco”, señala Kevin Gaines, profesor de Derechos Civiles y Justicia Social de la Cátedra Julian Bond en la Universidad de Virginia.

Los antepasados de Mélisande Short-Colomb llegaron a la colonia de Maryland en 1676. En 1838 los líderes jesuitas de la Universidad de Georgetown vendieron a su familia en un lote de 272 esclavos para hacer frente a los apuros económicos de la institución, hombres, mujeres y niños que fueron embarcados en Washington y entregados a sus nuevos dueños, en la sureña Luisiana. Allí nació, cuatro generaciones después, en 1954, Mélisande. 

Tres meses después de que llegase al mundo, el Tribunal Supremo de Estados Unidos declaró inconstitucional la segregación racial en las escuelas públicas, pero ella siguió yendo a clase separada de los blancos. Cuando tenía 10 años, un domingo por la mañana, cuatro miembros del Ku Klux Klan volaron una iglesia baptista y mataron a cuatro niñas negras. Al cumplir 14, asesinaron a Martin Luther King. 

En 2016, tras unas pruebas de ADN y la comprobación de varios documentos, conoció la verdad de sus orígenes. Por aquel entonces, la misma Georgetown que había vendido a su familia rendía cuentas con el pasado, reconocía su historia esclavista y la ayudó a matricularse en el centro dentro de un programa de apoyo a familiares de aquellos esclavos.

La brecha se agranda

Ahora vive en Washington. El pasado viernes, agarró una pancarta y se fue puño en alto hacia la Casa Blanca a protestar por George Floyd y por todo lo demás. “Para empezar, no me llame afroamericana, soy negra americana, mis raíces se encuentran en este país desde el siglo XVII y mis conexiones sanguíneas con África son las mismas que con Noruega”, arranca la mujer de 66 años, que antes de mudarse a la capital estadounidense había trabajado toda su vida como chef en Luisiana. 

“Repasando mi vida, puedo decir que han cambiado muchas cosas, claro, pero no lo suficiente para marcar la diferencia, esta es la misma situación, hay un elenco de personajes rotatorios que eligen ser así, eligen este paradigma”, afirma.

Un puñado de datos ilustran de forma muy clara la brecha que aún separa a los negros y los blancos. En 2018, según la Oficina Estadística del Censo de EE UU, la media de ingresos de una familia negra se situaba en los 41.361 dólares (más de 36.600 euros) y había crecido un 3,4% respecto a la década anterior. 

Para los blancos no hispanos, los ingresos medios alcanzaban los 70.642 dólares (más de 62.500 euros), con un aumento del 8,8% en el mismo periodo, es decir, respecto a los niveles previos a la Gran Recesión.

En patrimonio, la diferencia entre unos y otros es muy similar a la que había en 1968, el año de las grandes revueltas que tanto se recuerda estos días. 

Una familia negra de clase media acumulaba una riqueza de unos 6.674 dólares (unos 5.900 euros), y una blanca, de unos 70.768 (aproximadamente 62.600 euros), según los datos de la Encuesta de Servicios financieros recogida por The Washington Post, que descuentan el efecto de la inflación, es decir, del aumento de precios. 

En 2016, la familia negra cuenta con unos 13.024 dólares (algo más de 11.500 euros) y la blanca, con 149.703 (más de 132.500 euros). La diferencia ha crecido.

Esas desigualdades se reflejan en la salud. Las estadísticas del Centro de Control y Prevención de Enfermedades de la Administración (CDC, por sus siglas en inglés) muestran que los negros de entre 18 y 49 años tienen dos veces más probabilidades de morir de una enfermedad cardíaca que los blancos, y los de entre 35 y 64 tienen un 50% más de posibilidades de sufrir hipertensión. 

Lo mismo ocurre con la diabetes y otras condiciones preexistentes y eso ha resultado letal en la pandemia del coronavirus, que se ha ensañado especialmente en ellos, muchos empleados en puestos sin posibilidad de trabajo desde casa, como los hispanos.

En la ciudad de Chicago los afroamericanos representaban el 30% de la población, pero suponían ya el 52% de los contagios confirmados y siete de cada diez fallecidos por esta causa a primeros de abril. 

En la Luisiana natal de Mélisande Short-Colomb, que ha sido además una de las zonas más castigadas por la pandemia habían sufrido por aquel entonces 70% de las muertes, pero representaban solo el 32% de la población. En global, un estudio del grupo de investigación Amfar concluye que han sufrido la mitad de los contagios del país, pese a ser el 22% de la población, y el 60% de las muertes.

Justin Colomb, el hijo de Mélisande, nació hace 36 años, en unos Estados Unidos que habían enterrado legalmente la segregación. Afirma, sin embargo, que se ha sentido víctima de situaciones racistas a lo largo de su vida.

“Tuve mi primer trabajo a los 17 años en un restaurante en Nueva Orleans, yo siempre era puntual, pero un día llegué tarde. Fue la primera vez y el encargado me dijo que no me preocupara, llegué tan agobiado que bajé al sótano a beber té frío antes de empezar. 

La dueña vino detrás y me dijo: ‘Ponte a trabajar, negrata’. Y nunca lo he olvidado. No le gustaba mi pelo afro, no le gustaba yo en general”, relata. El negocio cerró años atrás, por el huracán Katrina. Él sigue viviendo en la sureña ciudad y es técnico de vídeo, pero con la pandemia se han suspendido sus proyectos.

Ha crecido, comenta, oyendo a su madre decirle que no puede cometer ningún error ante la policía, “que hay un cierto protocolo que un chico negro debe cumplir para estar a salvo, porque nuestro color de piel asusta, molesta, y aun así, no es siempre garantía”.

Los afroamericanos tienen 2,5 veces más probabilidades de morir a manos de la policía que los blancos, según un estudio de la Universidad Northwestern. También se ven, en general, envueltos en más delitos y situaciones violentas.

Según los datos de Pew Research, 1.501 de cada 100.000 afroamericanos estaban presos, dos veces más que los hispanos (797) y cinco veces más que los blancos no hispanos (264). Y las altas tasas de encarcelación crean un círculo vicioso de pobreza y exclusión, pese a que ha bajado un tercio desde 2006.

El demógrafo William Frey, investigador de la Brooking Institution y autor de Diversity Explosión (“La explosión de la diversidad”), explica que aunque la segregación se ha reducido con el paso de las décadas, aún haría falta que, como promedio, entre el 50% y el 60% de los afroamericanos se mudasen de vecindario para acabar con ella.

“Ha habido una mejora social, pero no la suficiente, y las leyes han acabado con la discriminación legal, pero existe de otros modos”, apunta Frey. Los hispanos, recalca, también sufren buena parte de esas brechas (en empleo, en riqueza, en contagios de la covid-19), pero se han asimilado más. Por ejemplo, el 27% formó matrimonios interraciales en las bodas del periodo 2014-2015, pero solo el 18% de los negros lo hizo (y el 11% de los blancos), según Pew.

Además, según sus proyecciones, los hispanos representarán en 2050 el 28% de la población y ahora ya son la más poderosa de las mal llamadas minorías. “Aun así, cuando miro a las manifestaciones de estos días, las veo tan multirraciales, y de gente tan joven, soy optimista con respecto a las nuevas generaciones y creo que vamos a tener muchos mejores resultados”, dice Frey.

Fuente: El País (España)