Estamos ante una crisis crónica –la llamada ‘fractura social’ de las ‘banlieues’– que coincide con una crisis política aguda: la pérdida de credibilidad del presidente Macron
Rafael Jorba
Periodista. Secretario del Comité Editorial de EL PERIÓDICO.
La pregunta recurrente –¿qué pasa en Francia?– se plantea cada vez que un detonante –ahora la muerte de Nahel, un joven de 17 años en un control policial en Nanterre (periferia oeste de París)– enciende una oleada de protestas. No haré periodismo disruptivo; me centraré en lo que he venido escribiendo sobre la actualidad francesa durante cuatro décadas. Estamos ante una crisis crónica –la llamada ‘fractura social’ de las ‘banlieues’– que coincide con una crisis política aguda –la pérdida de credibilidad de Emmanuel Macron– y el vacío que se ha ido creando entre el presidente de la República y la ciudadanía.
ESTALLIDO SOCIAL
Muere un bombero cuando apagaba coches incendiados en los disturbios cerca de París
Ya en otoño de 2005, con Jacques Chirac como presidente y Nicolas Sarkozy como ministro del Interior, asistimos a tres semanas de disturbios. La protesta estalló el 27 de octubre cuando dos jóvenes de Clichy-sous-Bois (periferia noreste de París) murieron electrocutados en un transformador cuando huían de un control policial. Si los protagonistas de Mayo del 68 fueron las clases medias urbanas, los jóvenes protagonistas de lo que califiqué entonces como el Otoño francés fueron los hijos de la inmigración (la segunda y la tercera generación).
La avería del ‘ascensor social’
La primera constatación: son franceses; no inmigrantes. Han sido educados en la divisa de la República –‘libertad, igualdad y fraternidad’– y sufren la avería del ‘ascensor social’. El diagnóstico es asumido por la mayoría de políticos, de derechas y de izquierdas, que cíclicamente hablan de un gran programa de acción social, a manera de un plan Marshall para las barriadas. Ya el presidente Mitterrand, en los años ochenta, retrataba así la situación: «¡Qué puede esperar un joven que nace en un barrio sin alma, que vive en un edificio feo, rodeado de otras lindezas, de paredes grises sobre un paisaje gris para una vida gris, con toda una sociedad a su alrededor que prefiere girar la cabeza y que solo interviene cuando hay que enfadarse y para prohibir!».
Su sucesor, Jacques Chirac, llegó a la presidencia en 1995 prometiendo reducir la ‘fractura social’, pero vio cómo esa fractura se giraba en su contra diez años después. Más allá de reiterar que la prioridad era restablecer el orden, Chirac reconocía que la revuelta reflejaba una triple crisis: «De sentido, de referentes y de identidad». Su diagnóstico certero –»el desempleo es masivo, el urbanismo inhumano, hay niños sin escolarizar, demasiados jóvenes sufren para encontrar un puesto de trabajo, incluso cuando han aprobado sus estudios»– acabó con una pregunta: «¿Cuántos ‘curriculum vitae’ se tiran aún a la papelera en función del nombre o dirección del interesado?».
Y así seguimos, casi dos décadas después, con una ‘fractura social’ que se ha ensanchado en las ‘banlieues’, con episodios de violencia extrema, y a la que se ha sumado una nueva fractura, en este caso en las periferias rurales, de la que levantaron acta los ‘chalecos amarillos’. La diferencia está en que el presidente Chirac era un viejo ‘motard’ de la política. Macron llegó a la presidencia de la mano de la ‘nueva política’ y criticando el ‘viejo mundo’ de sus predecesores. No ha sabido consolidar su partido ni activar los ‘poderes de intermediación’.
En clave de futuro, dada la limitación de dos mandatos presidenciales consecutivos, en el 2027 Francia puede asomarse al abismo: es la apuesta de la extrema derecha
François Hollande acuñó una frase demoledora sobre Macron que los hechos posteriores –la crisis de los ‘chalecos amarillos’, la reforma de las pensiones y esta oleada de violencia– han venido a certificar: “El viejo mundo tiene un nombre: se llama democracia, con los partidos, los sindicatos, un parlamento, la prensa. No comparto la idea de que todo debe desaparecer y que basta con tener las redes sociales”. Macron dispone de sobrada autoridad técnica, pero tiene un déficit político de origen: fue elegido sin haber sido nunca cargo electo, en un país donde los presidentes han sido antes ‘diputado-alcalde’; una escuela que enseña el arte de la negociación y la transacción.
En plena crisis de la reforma de las pensiones, la primera ministra, Élisabeth Borne, puso su cargo a disposición del presidente –“asumo que soy el fusible”–, pero Macron no cambió de fusible y ahora sufre un cortocircuito. “El Eliseo está muy inquieto”, me dice un directo interlocutor. Además, en clave de futuro, dada la limitación de dos mandatos consecutivos, en las presidenciales de 2027 Francia puede asomarse al abismo: el hundimiento de la ‘vieja política’ y sin liderazgos de reemplazo en la ‘nueva política’. Es la apuesta de la extrema derecha.